ESFL198

XII semana del Tiempo Ordinario – Jueves

No basta con decir ¡Señor, Señor!

No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?». Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena». Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande». Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, la multitud estaba asombrada de su enseñanza, porque él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas. Mt 7,21-29

Este pasaje del Evangelio, así de decidido y casi superficial en su exhortación a ser auténticamente cristianos, me recuerda a mi abuela Barberina en su modo particular de educarme, cuando, durante las vacaciones de verano, me encomendaban a ella durante los últimos años de mi adolescencia. Ella había elegido casarse con el abuelo Angelo cuando éste enviudó, con un niño pequeño, y luego juntos formaron una familia numerosa, pero siempre listos para dar cabida a personas mayores que eran abandonadas. Trabajó incesantemente: cuidado de la familia durante el día y cosiendo camisas hasta bien entrada la noche. En mi caso, sin embargo, ella nunca mencionó sus esfuerzos pasados, ya que fue una persona de pocas palabras y prefería gastarlas en transmitirme las enseñanzas que ella considera más valiosas. Las atesoré, porque me daba cuenta, desde entonces, de cuan autentica y viva era su manera de practicar su fe cristiana.

Aún recuerdo su voz y sus ojos cuando, para prepararme para mi futuro como mujer, me instó a aceptar el número que hubiera tenido hijos como dones del Señor, en la certeza de que la Providencia los habría acompañado: «¡Cada niño que llega a este mundo trae su pan o torta bajo el brazo!», estaba totalmente convencida de eso. Cuando yo asistía al último año de escuela secundaria, la abuela Barberina había ya alcanzado al abuelo Angelo en el cielo y unos meses más tarde, conocí a Pierluigi. Siempre he estado convencida de que era ella, rápida y decisiva como siempre, a arreglar las cosas desde el cielo para que nos conociéramos y que nos comprometiéramos en matrimonio, y nos preparáramos para vivir según los valores que ella me había enseñado.

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