ESSM031

4 de Octubre – San Francisco de Asís

Los santos renuevan a la Iglesia 

Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo.  Estar circuncidado o no estarlo, no tiene ninguna importancia: lo que importa es ser una nueva criatura. Que todos los que practican esta norma tengan paz y misericordia, lo mismo que el Israel de Dios. Que nadie me moleste en adelante: yo llevo en mi cuerpo las cicatrices de Jesús. Hermanos, que la gracia de nuestro Señor Jesucristo permanezca con ustedes. Amén.Gá 6,14-18 

Hoy la Iglesia celebra a San Francisco de Asís, un santo que ha vivido el evangelio en una modo radical y completo, como un persona que se acercaba más que otra al modelo Jesucristo. La primera lectura de hoy está tomada de la carta de San Pablo a los Gálatas. Pablo es ciertamente el más grande evangelizador de la Iglesia, un santo que ha gastado toda su vida por el Señor. Pablo y Francisco, que hoy juntamos en nuestra meditación, son dos gigantes en la historia de a salvación, dos santos configurados con Cristo por medio de las estígmatas, que son señales de sus sufrimientos soportados por su fidelidad al evangelio. Los Gálatas en el texto de hoy ponen a Pablo una pregunta si era necesaria la circuncisión para seguir a Jesús. Pablo, que a otras preguntas no siempre hechas por la comunidad de los Gálatas, ha tenido que responder con mucha frecuencia, esta vez lo hace con esta respuesta: “Que nadie me moleste en adelante: yo llevo en mi cuerpo las cicatrices de Jesús”. Sucede con frecuencia que el evangelio sea interpretado como una serie de reglas que hay que seguir, de prácticas que hacer. Todas son cosas justas y santas, pero lo que cuenta, según Pablo, es una “creatura nueva” . Es suficiente una sola “creatura nuevo” en Cristo para renovar toda la Iglesia. Es lo que fue Francisco de Asís para la Iglesia en su periódo histórico y lo es para la Iglesia de hoy. Una gota de santidad santifica todo el ambiente por largo tiempo. Sucedió así con el abuelo Mario en su familia y la abuela Beta en la nuestra, cuando, en los últimos tiempos, no se levantaba ya de su cama y continuaba orando todo el día. Toda la casa era bendecida. 

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